El PRIMER AÑO de una MADRE
El nacimiento de un hijo es una de las
experiencias más intensas que puede vivir una persona, tanto por el compromiso
físico y psicológico que implica, como por el desconocimiento sobre lo que
significa tener en brazos a un ser indefenso y absolutamente dependiente.
Después del proceso de parto, muchas mujeres
quedan inhabilitadas físicamente, requiriendo ayuda, cuidado y apoyo de otras
personas, que le permitan concentrarse en los cuidados del bebé y tener espacios
para descansar. Esta situación lleva a la madre a una fragilidad física y
emocional que va produciendo un estado regresivo, en el que espontáneamente tiende
a buscar una posición horizontal, que invita a construir un nido que los envuelve.
La madre, poco a poco va conociendo a este nuevo ser y va aprendiendo a
realizar acciones tales como amamantarlo, mudarlo, hacerlo dormir, interpretar
los llantos, los movimientos, entender como calmar dolores de estómago y se va
ajustando a nuevas rutinas. A veces estos cambios pueden producir sentimientos
de angustia, ansiedad y alteraciones anímicas, que se intensifican con el
cansancio, el dolor, la falta de algunas vitaminas y el debilitamiento general
del cuerpo, el temor que produce toda esta fragilidad hace que cualquier
persona o situación pueda transformarse en una amenaza. Todos estos sucesos van
vinculando a la madre con estados de vulnerabilidad que no conocía.
En este contexto, se va instalando un espacio
sin forma, sin tiempo, sin orden, casi sin pudor, con ciclos que no logran una
articulación, en el que solo existen fuerzas para concentrarse en “sacar
adelante al bebé”.
Un estado particular de atemporalidad es dar pecho.
Este proceso produce una intensa intimidad y una gran emoción, ya que permite
ir estableciendo una relación especial con
el bebé. Sin embargo, como la vida del niño depende por completo del alimento
que le entrega su madre, se trata de una situación vital de la cual no es
posible desistir. En este contexto de cansancio y fragilidad, pueden surgir momentos
en los que la madre se sienta “atrapada” o “esclavizada” a esta situación, aún
teniendo toda la intensión y el deseo de amamantar a su hijo.
A medida que el bebé va creciendo, la madre
también lo hace. Cuando afirma la cabeza surge la sensación de alivio, que
permite tomarlo con mayor soltura y relajo. Sentarse, comer alimentos, reírse y
reaccionar cuando se le habla, mirar a su alrededor cuando sale de paseo, arrastrarse,
jugar, son etapas que van produciendo una separación paulatina de la madre y
que van transformando al bebé, poco a poco, en un niño o niña con
características propias.
Cuando empieza a pararse, a gatear, a tomar cosas,
su mente también empieza a funcionar de otra manera: se abre la curiosidad y el
niño se transforma en un perfecto investigador. Esta situación produce una
nueva posición en la madre, ya que la atención del niño está desenfocada y en
mil lugares a la vez, por lo que surgen nuevos peligros y cuidados que debe
atender.
Al caminar empieza otra historia: se siente dueño
del mundo, quiere hacerlo todo y cree que puede. En este momento la madre
también inicia un nuevo recorrido, en el que debe empezar a ordenar su cuerpo y
mente, ubicarse en un nuevo lugar y, desde ahí, tiene que aprender otra vez a caminar.
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